Nueva
entrega de “Jantaro en el mundo de los Shinigamis”. Hoy os presento los
capítulos cinco y seis. Disfrutarlos y divertíos.
CAMBIOS
Una chica de
unos quince años miraba animada a la montaña que hacía sombra sobre su casa.
Una trenza de pelo rubio le cubría la espalda y sus ojos verdes relucían a
pesar de ser media mañana. Sentada sobre su vestido blanco admiraba el duelo de
los dos caballeros que estaban frente a ella. Dos hombres con armadura montados
en corceles se miraban fijamente el uno al otro. Sus lanzas apuntaban a sus
corazones y con un grito cabalgaron para batirse en justa.
─Amelia,
¿dónde estás? ─chilló una mujer.
Ella se dio la
vuelta hacia la casa.
─Aquí mamá
─pero cuando volvió su mirada de nuevo hacia allí, los jinetes habían
desaparecido.
─Ven
enseguida y ayúdame.
Amelia se
levantó refunfuñando y desilusionada abrió la puerta y vio a una señora de
cuarenta años, morena y con un vestido azul en la cocina.
─Mamá, estaba
viendo una pelea.
Un escalofrío
recorrió la espalda de ésta.
─No digas eso, si alguien te oye te
quemarán por bruja.
Ella agachó los
ojos medio llorando.
─Pero si
estaban enfrente de la casa…
La madre se acercó a ella y la abrazó.
─Amelia sé
que tú puedes verlos, pero los demás no. La gente de estas tierras son muy
supersticiosas, si te escuchan creerán que el diablo te ha poseído Ya nos miran
mal porque soy una mujer soltera con una hija.
La niña se
restregó las lágrimas con la mano y
poniéndose de puntillas la besó en la mejilla. Ésta, más calmada la dijo
con cariño.
─Vamos, veté
al pueblo y compra un poco de pan para
comer hoy ─y dándole unas monedas que sacó de una bolsa que llevaba atada a su
cinturón le dio unos golpecitos en el
hombro.
─No son para
dulces ─le advirtió mientras salía por la puerta corriendo.
A Amelia le
encantaba ir a la panadería del señor Flantor ya que siempre le daba un
caramelo y, aunque ya tenía quince años, en el fondo no quería dejar de ser una
niña. No conocía a su padre. Éste las abandonó al poco de nacer ella y Esther
la había cuidado sola. Era una gran costurera que arreglaba vestidos y durante
años viajaron de pueblo en pueblo, en este último llevaban ya tres años. Ella
suponía que ser adulto era reconocer que su padre nunca volvería, así que
cuando entró en la tienda llevaba una gran sonrisa en la boca. Todo el lugar
olía a pan recién hecho y aspiró con avidez.
─Hola Amelia,
¿Qué puedo hacer por ti? ─ preguntó el dependiente.
─Hola Señor
Flantor, venía a por pan ─y sacando las
monedas que le había dado su madre las dejó encima del mostrador. El hombre se
tocó el bigote negro y pensativo dijo:
─Con esto, te
puedo dar dos onzas.
Con voz zalamera y poniendo cara de niña buena replicó.
─Mi mamá siempre dice que su pan es el mejor que ha comido
jamás y yo pienso igual, pero si sólo me da dos onzas, mi madre pensará que me he gastado la diferencia en dulces
y me castigará.
El panadero
asintió divertido.
─Vale, tres y
lárgate.
Ella cogió el
paquete que le daba el señor Flantor, pero no se movió.
─ ¿Y ahora
qué pasa? ─la recriminó.
Aunque no tuvo
que preguntar más, pues la niña miraba con avidez el tarro de caramelos. Éste
suspirando cogió dos y se los entregó.
─Gracias ─y
salió del comercio muy contenta.
Mientras
intentaba esquivar los carromatos que se cruzaban delante de ella por la calle mayor, algo
llamó su atención. Al otro lado de la acera paseaba la Señora Wister de la mano
de su hijo Less, de diez años. Éste tenía la cara blanca y sus andares cansados
hacían retrasar a su madre que tiraba de él. Pero lo que no veía la señora,
era un espíritu mal vestido con los
pantalones roídos y las orejas puntiagudas que estaba sobre los hombros del
pequeño niño. Amelia ahogó un grito cuando lo descubrió. Aquel espectro se
percató de que estaba siendo observado y con su boca llena de dientes le hizo
una mueca de desprecio, agarrándose más a su presa.
Ella les siguió
por la otra acera intentando pasar inadvertida. Al final la señora
Wister se detuvo en la ferretería.
─Less.
quédate aquí fuera ─le ordenó.
El niño,
obediente, no se movía, pero Amelia le cogió del brazo y se lo llevó corriendo
a un callejón.
─Hola Amelia.
¿Qué haces? ─preguntó el niño un poco asustado.
─Estate quieto Lees, sólo que cuando yo te
diga, ve hacia tu mamá todo lo rápido
que puedas.
Ella se
concentró. Ya había conseguido tocar algún espíritu, pero no sabía si iba a ser
capaz de sujetarle mientras él escapaba. Sus brazos agarraron la cabeza del
espectro y tiró con todas sus fuerzas. El niño se echó hacia atrás. Él no
entendía nada, sólo sentía que algo le
estaba sujetando el cuello.
─ ¡Amelia
déjame! ─lloraba.
─Un poco más,
ya casi está.... ¡Ahora corre!
Less salió
despedido hacia delante y en el suelo vio a la chica luchar con algo en el
aire. No lo pensó más y huyó fuera del
callejón. Amelia forcejeaba con el espíritu que intentaba morderla con todas sus fuerzas. Lo empujó al suelo,
pero antes de que cayera, éste la arañó
en el brazo con sus uñas. Gruñéndole a la cara desapareció. Amelia se sentó
apoyada en la pared y se dio cuenta que tenía el vestido rajado. A los dos minutos
llegó la Señora Wister jadeando, corriendo, nerviosa.
─ ¿Qué ha
pasado aquí Amelia? ─preguntó asustada al ver a la chica en aquellas
condiciones.
─Lees ha
venido corriendo y llorando, diciendo estupideces.
Amelia se calmó y
respondió.
─Ha sido un
gato, un gran gato negro que nos ha atacado a los dos.
La señora vio el
arañazo y suspiró aliviada
─ ¿Estás
bien?
─Sí, pero el
pan ha quedado destrozado. Mi mamá me va
matar.
La señora Wilster
la levantó y le dio unos pequeños azotes para quitarla el polvo.
─Anda, ve a
casa y que Esther te vea esa herida.
Cuando la mamá
de Amelia vio a su hija con el vestido roto y sangrando por el brazo, se llevó un
susto de muerte.
─Cariño, ¿qué
te ha pasado?
La chica se
había inventado por el camino un millón de excusas posibles, pero no podía
mentir. Así que con los ojos llorosos le contó la verdad.
─ ¿Te vio
alguien? ─fue la primera reacción de ella.
─No mama,
sólo Less, pero tiene 10 años y la señora Wister no le creyó. Me parece que
la mentira del gato funcionó.
Ella, ya más
aliviada se levantó y fue a por gasas y agua limpia para lavarle la herida a su
hija. Cuando terminó sirvió la comida.
─ ¿Y el Pan?
Amelia sacó el
paquete que había dejado en la esquina de la habitación cuando entró en la casa
y se lo dio. Todo estaba hecho migas.
─Magnífico,
me lo tenía que haber imaginado.
Miró a su hija y cogiendo una cuchara dijo:
─Come
rápido que esta tarde tengo mucho trabajo y tendré también que arreglarte el
vestido.
Amelia no
apartó ni un sólo instante los ojos de su plato en toda la comida. No quería
dar más motivos para que la regañaran.
La tarde
transcurrió sin incidentes, las dos trabajaron cosiendo. Aunque Amelia no se llevó ninguna reprimenda, su madre
apenas la dirigió la palabra. Cuando terminó la cena la mandó a la cama y ella
sin rechistar la dio un beso y se fue a su cuarto.
Amelia se
despertó a media noche, alguien llamaba, oyó a su madre levantarse y abrir la
puerta.
─ ¿Qué haces
tú aquí? ─preguntó indignada.
─Hola Esther,
me alegra verte.
─Yo no me
alegro Paul, si es qué ese es tu verdadero nombre. Te repito. ¿Qué haces aquí?
El hombre de la puerta aguardó unos segundos y
respondió.
─He venido a
verla.
La mujer intentó cerrar la puerta, pero el pie de él no
la dejaba.
─No es tu
hija. Dejó de serlo cuando nos abandonaste.
─Tuve que
hacerlo, es la ley, si no os hubiera puesto en peligro.
─Pamplinas
─replicó ella.
Amelia
escuchando desde la cama, se levantó de un salto cuando oyó la discusión. Mi
padre está en casa, que hago, pensó. Abrió la puerta de su cuarto: enfrente
de su madre encontró a un hombre de unos cuarenta años que vestía un traje
negro a rayas, con un sombrero. Esther negó con la cabeza al ver a su hija y
abrió la puerta para que el hombre pasara. Un silencio invadió la habitación.
Amelia no sabía si tirarle algo o echarse a sus brazos. La calma volvió cuando
Esther le pidió a Paul y a su hija que se sentaran.
─Hagamos una infusión
─y se dirigió a la cocina.
Los dos estaban
ahora solos, cara a cara.
─Veo que has
crecido Amelia. Eres muy guapa.
Recelosa
preguntó.
─ ¿Por qué
nos abandonaste?
Paul cambió de posición y carraspeando respondió.
─No es tan
sencillo, a eso he venido. Tengo que explicarte muchas cosas, esperemos a
Esther.
Ella volvió con
tres vasos llenos de un líquido verdoso. Los puso encima de la mesa, pero nadie
los cogió.
─Adelante
Paul… cuéntanos esa maravillosa historia ─dijo sarcástica.
Él no se
inmutó, cogió aire y empezó a hablar.
─Dime Amelia,
¿tú eres capaz de ver fantasmas?
─Sí ─confirmó
ella.
─Eso es
porque eres mi hija, como soy tu padre tú has heredado muchas cualidades de los
de mi especie ─la cara de ambas denotaban escepticismo─.Paul continuó:
─Yo no podía
quedarme porque un ser como yo y un humano no pueden estar juntos, está
totalmente prohibido. Tú eres única Amelia.
Esther ya iba a
interrumpir tanta estupidez, cuando él con un gesto la hizo callar.
─Yo soy un
portador de almas, un shinigami o recolector de espíritus. Mi trabajo es guiar
a los que se han quedado atrás hacia el más allá.
Esther ya no
pudo más.
─ ¡Tú eres
idiota, a que viene esto! No te veo en quince años y entras en esta casa
hablando de espíritus y no sé qué más. Quiero que te vayas y no vuelvas.
Amelia estaba
llorando. Paul se acercó a ella y le rozó la mejilla con el dedo. Su cuerpo se
agrandaba. Esther cogió a su hija del brazo y la protegió con su cuerpo. Tenían
delante a un ser terrorífico. Era gris, y unas alas salían de su espalda.
─No tengáis
miedo. Soy yo ─intentó tranquilizarlas. Al instante volvió a su forma anterior─.
Lo siento Esther, tenía que habértelo dicho antes. ¿Ahora entiendes?
La mujer no
salía de su asombro, no soltaba a su hija que estaba agarrada en sus brazos.
Amelia besó a su madre, y después, temblando se acercó a su padre, al que dio
un abrazo.
Madre e hija se
miraban sin poder creerlo pero sus mentes, ahora más abiertas, observaban a
Paul de otra manera, aunque Esther se preguntaba cómo había podido hacer el amor
con esa cosa. Un sentimiento asqueroso subió por su garganta.
─ ¿Por qué
ahora vienes si está prohibido que estemos juntos? ─dijo Amelia.
─Tengo una
misión que cumplir y tú debes de aprender a manejar los dones que tienes. El
Señor de los Shinigamis que es mi amo, así lo ha decretado. Tú y otra persona
seréis mis discípulos.
Esther saltó de
su asiento.
─ ¡No
pensarás llevarte a mi hija!
─No, ya te
hecho demasiado daño y creo que separarte de ella no sería justo. El aprendizaje será aquí. No tengo más
remedio. En unos días regresaré y comenzará.
Esther iba a
protestar, aunque se lo pensó mejor. Aquel monstruo podía robarle a su hija en
cualquier momento. Podían escapar por la noche.
Paul se levantó
y se dirigió a la puerta.
─Ah, se me
olvidaba; Esther, es ridículo que intentes huir con la niña, en todo momento
noto su presencia esté donde esté.
En un instante
desapareció en la noche.
─Mamá, ¿qué
vamos a hacer?
─Esperarle
aquí, no creo que ese monstruo mienta pero tampoco creo que te vaya a hacer daño.
EL
DRAGÓN ROJO
Jantaro se despertó
tumbado cerca de un arroyo. Estaba totalmente desorientado, aunque oyó con
claridad las aguas que estaban a su lado. Mareado se sumergió en ellas para
intentar espabilarse. Diez minutos después ya había analizado su situación. ¿Dónde
estoy? ¿Qué realidad o dimensión puede ser ésta?
Estaba
asustado, su maestro ya no estaba con él. El bastón. Buscó alrededor
suyo hasta que lo vio en el suelo donde él había aparecido. Un suspiro salió de
sus labios. Lo recogió, era blanco y con muescas alrededor del puño. No parecía
de madera pero tampoco era de metal. Lo cierto, es que aunque lo había visto un
millón de veces nunca se había percatado
de lo bonito que era. Se infundió ánimo a sí mismo. Una carretera de tierra
surgía al otro lado de la llanura y se
puso en camino. Dos horas llevaba andando y ni una sola persona se había
cruzado con él. Quizás sea un mundo sin humanos o sólo de mujeres que buscan
desesperadas un hombro masculino. Hay para todas chicas, una a una o de dos en
dos. Estaba imaginándose en una habitación llena de bellas muchachas sin percatarse
de que alguien le estaba hablando.
─Ja ja sailor
des esfalewn dond.
El chico se dio
la vuelta y vio a un hombre de mediana edad ataviado con un traje negro que iba
sentado en un carromato tirado por un viejo caballo. Se reía y le señalaba. Bueno,
adiós a la idea del harén. Cerró los ojos y concentró su Ki en su
mente, escuchó con atención y empezó a entender las palabras.
─ ¿Qué te ha
pasado muchacho? ¿Qué llevas puesto?
Rojo y azul pareces un gnomo, sólo te falta el sombrero.
Su risa era un
poco molesta, no obstante respondió.
─Vengo de una
lejana tierra. ¿Dónde estamos ahora?
El hombre
comprendió perfectamente sus palabras.
─Pues donde
vamos a estar, en Lanquinter, y por allí a veinte millas está el pueblo de
Saster.
Jantaro
reflexionó unos segundos y decidió que debía conseguir más información si
quería adquirir los distintos Ki que había.
─ ¿Puede
llevarme?
El hombre le
miró de arriba a abajo. No le parecía un chico normal, pero le había caído en
gracia.
─Venga, sube
aquí a mi lado ─le animó con un gesto de manos.
Llevaban unos
diez minutos cuando el hombre se presentó.
─Me
llamo Albert Espelce y soy chatarrero y
ella es la vieja Murlay ─dijo señalando al animal, ofreciendo su mano.
─Yo soy
Jantaro, encantado ─y se la estrechó.
─Es un nombre
raro, y llevas extrañas ropas, aunque hablas muy bien mi idioma y no tienes
acento.
El muchacho calló sin saber que responder. El
hombre se encogió de hombros.
─Bueno, todos
tenemos nuestros secretos. Aunque si yo fuera tú antes de que lleguemos al
pueblo me cambiaria. Detrás tengo un traje viejo para ti.
─ ¿Por qué debo cambiarme de ropa?
─preguntó.
─Si la gente
te ve con esas pintas comenzaran a hacerte preguntas, y no tengas ninguna duda
de que son muy recelosos. Se habla de pueblos devastados por enfermedades
extrañas y monstruos alados que vienen
precedidos por una música extraña. Están deseando echarle la culpa alguien. Tu
nombre también debe cambiar. ¿Qué tal si por el momento te llamas Less?, es un
nombre muy común ─concluyó con certeza.
─Sí, está
bien. Gracias ─dijo aturdido.
A dos kilómetros
paró y se bajó.
─Vamos Less,
tienes que cambiarte.
Abrió la parte de atrás del carro. Estaba repleto de
cacerolas, sartenes, tubos de metal e incluso una alambrada. De una bolsa sacó
un traje negro.
─Venga
pruébatelo.
Se desnudó
obediente y se vistió con él.
─Te queda un
poco grande, pero servirá, ¿puedo? ─señaló a la antigua ropa del muchacho y con cuidado la tomó en sus manos─. Nunca había visto una
tela igual.
─Quédatelo, a
mí creo que ya no me servirá.
El hombre simplemente le miró y lo guardó dentro del
carromato.
Al final del
camino se veía un pueblo con casas de ladrillo rojo y tejados puntiagudos de
teja negra.
─Hola Albert.
Le saludó un hombre que llevaba puesto también un traje negro y que andaba en dirección
contraria.
─Hola Desler.
─ ¿Aquí todo
el mundo va vestido igual? ─preguntó con ironía.
─Oh sí, la
vestimenta depende de la edad de los hombres. Cuando eres un niño vestirás el
color verde, en tu madurez el traje de
respeto será tu señal, y cuando seas anciano el rojo de la sabiduría con
orgullo portarás. Es un dicho de nuestra
tierra ─dijo hinchando el pecho.
─ ¿Y las
mujeres?
Ellas pueden ponerse lo que quieran, pero normalmente
llevan vestidos.
Albert miró al
frente.
─ ¡Bienvenido
a Landcon! ─dijo de sopetón.
Las calles
estaban asfaltadas con piedras y había gente andando por las aceras. Albert
empezó a gritar.
─ ¡Metales,
vendo metales! ¡ARTÍCULOS DE COCINA, CLAVOS Y HERRAMIENTAS!
Jantaro se tapó
los oídos mientras llegaron a una plaza, Albert seguía voceando a la vez que abría
la puerta del carromato. Algunas personas se acercaban con curiosidad y hasta pagaban algo de dinero. Pero la mayoría llevaba cosas
para cambiar. Oyeron a un señor decir:
─ ¿Qué es
esto? ─ señalando sus antiguas ropas.
─Esto, mi
querido amigo son unas telas exóticas traídas de más allá del océano. Son 20
monedas de plata.
─ ¿Tú estás
loco? ¿Por un disfraz? ─dijo indignado el hombre.
─Pero señor,
cójalas usted. No ha visto usted nada igual.
La gente empezó a
tocar las prendas.
─Te doy diez
monedas de plata ─dijo uno.
─Pues yo
quince ─saltó otro.
El primer señor
miró indignado y sacó una bolsa.
─Toma las
veinte. Esa fue tu oferta.
Y se retiró con la ropa en la mano. Albert le guiño el
ojo y siguió vendiendo sus mercancías. Cuando terminó y no hubo ya nadie en la
plaza le acercó diez monedas al joven.
─Toma, tu
parte ─Jantaro las cogió y le sonrió.
─Vamos a
tomar algo. Yo invito, hoy ha sido un buen día ─y montaron en el carro.
─Vamos vieja Murlay, hay que buscarte un sitio para dormir
─dijo Albert mientras agitaba las riendas.
La posada no
era muy diferente a las que había visto en su mundo. Una chimenea a un lado
calentaba una sala llena de mesas de madera. En una esquina, una pequeña barra
servía a los pocos clientes que había. Jantaro oyó a Albert.
─Y que no se
te olvide darle heno al caballo.
Entró por la
puerta y se dirigió a la barra.
─Hombre
Albert, cuanto tiempo, creíamos que estabas muerto ─dijo el dueño.
─Pues no,
fíjate. Creía que la palmaba la última vez que estuve aquí. Claro, ahora
recuerdo, probé tu guiso de carne…
El posadero le
miró con cara de mal genio y se percató de la presencia del chico.
─ ¿Y éste? ¿Quién es?
─Es un primo
de mi difunta mujer. Se llama Less y le estoy enseñando el oficio.
El otro miró
con desconfianza y volvió la cara otra vez hacia Albert.
─Entonces,
¿una habitación?
─Sí, pero que
sea doble ─y tiró unas llaves a las manos del
posadero.
─Segundo piso, puerta cuarta─. Éste con destreza
las cogió en el aire.
─Vamos Less,
sígueme.
El dormitorio
consistía en un pequeño cuarto con una ventana y dos camas, tan juntas que
parecían una sola.
─El baño está
en el pasillo, última puerta.
─Tú
acomódate, yo voy a tomar algo abajo.
─ ¿Por qué le
ha dicho que era familiar tuyo y qué era tu aprendiz? Albert no se dio la
vuelta.
─No sé, me
traes suerte.
Jantaro se
tumbó en la cama y desconectó el Ki que fluía hacia su cabeza para descansar. A
los pocos minutos se quedó totalmente dormido.
Serían las dos
de la mañana cuando unos gritos le despertaron. Volvió a redirigir su energía
espiritual y escuchó las voces de Albert y una mujer que se dirigían a su
habitación.
─ ¡Shh! El
chico está durmiendo ─se oyó a Albert.
─Que se
despierte así seremos tres.
─Eso ni en
broma, el único que cabalgará esta noche seré yo.
Entraron en la
habitación uno apoyado en el otro. Olían tanto a alcohol que Jantaro tuvo que
taparse la nariz. La mujer era inmensamente gorda y se tumbó en la cama sin
miramientos.
Él cogió el
bastón e intentó no tocarla pasando por su lado, pero cayó al suelo cuando
Albert se arrojó encima de ella. Caminó de puntillas y salió del cuarto
respirando profundamente. Iré a dar un paseo, pensó.
Los gritos de
los amantes se oían por toda la escalera. No van a dejar dormir a nadie.
La taberna estaba oscura y desierta. La puerta de la calle estaba abierta así que decidió salir fuera. Un carro con
paja le tapaba el camino y lo rodeó. Sus pensamientos estaban con su maestro.
A menudo
mundo he ido a caer, ¿verdad Maestro?
¿Cómo voy a aprender algo aquí?, ¿debería buscar otra dimensión? Sí, será lo
más acertado.
Sujetó con fuerza el bastón y concentró todo su Ki igual que había hecho antes
y a su alrededor se formó un aire verdusco. Pero él no se movió. ¿Qué pasa?
Si lo he hecho bien. Acercó el bastón a sus ojos y recordó las palabras que
una vez su maestro le enseñó. “Todo pasa por una razón, las casualidades son
tristemente confundidas con el destino”. Si estoy en esta situación es por
algo que todavía no entiendo, y que el bastón del maestro no me haya
transportado es la mejor prueba. Sólo me queda esperar. Se dirigió
al carro de paja y se acostó en él. Cerró los ojos y durmió más tranquilo que
nunca.
─Vamos,
arriba perezoso, es hora de partir.
Albert estaba en frente suyo.
─ ¿Qué
tal anoche?
El chatarrero sonrió de oreja a oreja.
─Bueno, pude
domarla. La vieja Murlay nos espera,
desayunaremos en el carromato camino del siguiente pueblo. Y le mostró un
paquete que chorreaba grasa.
En el carro
desenvolvió el papel y sacó dos trozos
de pan rellenos de carne.
─Toma, que
ayer no cenaste.
Jantaro lo
cogió con extrañeza y preguntó.
─ ¿Lleva
algún tipo de carne?
Albert sorprendido respondió.
─Lleva cerdo,
creo.
─Esto de
fuera es cereal, ¿verdad?
─Sí, es pan.
El muchacho
sacó la carne y se la devolvió al hombre.
─No me
alimento de otros seres. Lo hice una vez
y estuve vomitando varios días ─y con alegría le dio un mordisco a la hogaza.
Albert no objetó nada e introdujo la
carne en su propio bocadillo.
Era ya mediodía
cuando la vieja Murray empezó a relinchar.
─ ¿Qué pasa
Albert? ¿Qué le ocurre al caballo?
El hombre miró
hacia todos los lados.
─No te
muevas, alguien viene.
De detrás de unos
árboles cinco hombres surgieron y se
colocaron en el camino enfrente de ellos. Albert fue a sacar su cuchillo cuando
una flecha rozó la cabeza de éste y se clavó en la madera del carromato.
─ Yo que tú,
me estaría quieto, mi amigo aquí
presente puede que la siguiente vez no falle ─dijo un hombre divertido.
A su lado otro
sujetaba un arco apuntándoles, estirando los brazos hacia atrás en señal de
relajación. Albert dijo:
─No tenemos
dinero, somos simples chatarreros, si queréis podéis llevaros una bonita sartén
para cocinar.
─Que
divertido es el abuelo. ¡Déjate de estupideces! Sabemos que ganasteis ayer
veinte monedas de plata en Landcon, ¡y no lo intentes negar!, uno de nuestros
espías lo vio.
─Si yo no lo
voy negar, pero perdí mucho anoche y el resto se lo llevó una mujer. Vos me
entendéis; ¿verdad?
El hombre que
parecía el jefe se puso rojo de rabia.
─Por vuestro
bien espero que mintáis.
Jantaro observaba la situación, pero se cansó de tanta
palabrería.
─Bueno sucias
ratas, si queréis robarnos tendréis primero que enfrentaros a mí.
Saltando del carruaje Albert intentó cogerle del brazo.
─ ¡Ven aquí
idiota!, ¿no ves que son cinco?
Pero él ya
estaba en el suelo lejos del carruaje apuntándoles con su bastón. Una flecha
iba directa hacia él, pero con un movimiento rápido de su mano la cogió en el
aire y la rompió por la mitad.
─Este
imbécil quiere morir. ¡Todos a él! ─chilló el jefe.
Los cuatro se
acercaron corriendo. Concentró su energía
y golpeó el suelo con su vara. Una nube de polvo cegó a todos sus adversarios
que se pararon en seco. El muchacho dio un salto mortal y mientras sus
oponentes intentaban ver algo el chico los golpeó con tranquilidad. El jefe que
estaba más apartado, sacó un cuchillo y se dirigió a él.
─ ¡Cuidado,
detrás de ti! ─ gritó Albert.
Un movimiento hacia la derecha hizo que éste golpeará su
mano y agachándose, realizó una zancadilla tirándole al suelo. Le remató con
una patada frontal. Los cinco asaltantes estaban tumbados en el suelo.
Albert se bajó del carro y comenzó a
darles en las costillas para que se
levantarán.
─ ¡Vamos
escoria, arriba!
Todos salieron corriendo hacia la espesura del bosque
gimiendo de dolor.
─Nunca he
visto pelear así. ¿Eres humano? ─Jantaro se ruborizó─. Esas patadas y como
manejas el bastón. Sin duda me traes suerte y como guardaespaldas no tienes
precio ─ se dirigió riéndose hacia el carromato. Él lo siguió, y volvieron a
emprender el camino.
Albert emocionado durante todo el trayecto no paraba
de elogiarle e intentaba imitar los movimientos del otro.
Acamparon lejos
del camino, por si los bandidos regresaban. El muchacho coció algunas plantas
que había encontrado mientras el otro comía un animal que había sido salado con
anterioridad.
─Eso debe
estar horrible ─dijo Albert mientras señalaba la cacerola con agua hirviendo─.
Si no te alimentas bien… ─Albert no pudo acabar
la frase, el chico se había levantado y había cogido su bastón ─ ¿los
salteadores de antes?
─No, esta
sensación de Ki ya la he tenido antes.
─ ¿De qué?
Una llamarada
azul surgió en la oscuridad y fue directamente hacia ellos. Jantaro empujó a su
amigo para apartarle del haz de luz que explotó a varios metros de donde se
encontraban, pero Albert se tropezó y cayó encima de una piedra, perdiendo el
conocimiento.
─ ¡Albert
despierta! ─le zarandeó.
Vienen a por
mí, son los monstruos que me atacaron en mi mundo. Si me separó de Albert me
seguirán, pensó en un
segundo. Corrió en dirección contraria a la de su amigo mientras esquivaba más
de aquellos extraños rayos. Una figura espeluznante se interpuso en su camino. Giró su cuello de lado a lado y
le sonrió con una boca llena de colmillos. De su espalda sacó una guadaña que
sujetó con las dos manos y atacó de arriba
abajo. Jantaro lo paró con su bastón y al hacerlo formaron una cruz.
Sacó fuerza para liberarse, pues una de las puntas de la guadaña estaba muy
cerca de su cara y tuvo que empujar hacia arriba con todo su ímpetu para
librarse de la presión del arma contraria. El ser se separó de él unos
centímetros.
El muchacho
movió su cuerpo a la derecha y con el bastón golpeó detrás de él dándole a otro
demonio que se acercaba para atacarle.
─Te he
sentido. Y aunque no te notase hueles a animal quemado que tira para atrás.
¡Basura! ¿Qué queréis de mí?
El demonio se
levantó y el otro ya estaba atacándole de derecha a izquierda. De momento
resistía esquivando con rápidos movimientos, pero cuando el otro se le unió,
empezaron a ganar terreno. No deben rodearme. Vigilaba sus flancos para
que no le pusieran en medio. Consiguió conectar algún golpe a sus enemigos pero
estos no parecían sentir el dolor y continuaban implacables. En cambio, él ya
había sido cortado en varias ocasiones. El brazo le ardía y cojeaba de una
pierna. Ya estaba de rodillas sin aliento y esperando para ser asesinado cuando
una canción surgió del bosque. Era instrumental y muy pegadiza. Los demonios se
pararon en seco y en medio de la lucha
surgió la forma de un dragón. Era etéreo, de color rojo, como si hubiera sido
dibujado en un lienzo muy viejo. De su
boca salieron llamaradas negras que lanzó contra los demonios. Éstos comenzaron a emitir
extraños ruidos cuando aquel extraño fuego les tocó la piel. Huyeron corriendo
y desaparecieron en la noche. Jantaro observó aquel ser mitológico sin
atreverse a moverse. De repente sintió algo a su espalda, una presencia. Se dio
la vuelta para defenderse, pero un cuchillo fue insertado en su corazón. Antes
de cerrar los ojos por el dolor y perder el conocimiento pudo ver la figura de
un ser con alas.
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