jueves, 28 de febrero de 2013

JANTARO EN EL MUNDO DE LOS SHINIGAMIS CAPS. 5,6


Nueva entrega de “Jantaro en el mundo de los Shinigamis”. Hoy os presento los capítulos cinco y seis. Disfrutarlos y divertíos.

CAMBIOS

Una chica de unos quince años miraba animada a la montaña que hacía sombra sobre su casa. Una trenza de pelo rubio le cubría la espalda y sus ojos verdes relucían a pesar de ser media mañana. Sentada sobre su vestido blanco admiraba el duelo de los dos caballeros que estaban frente a ella. Dos hombres con armadura montados en corceles se miraban fijamente el uno al otro. Sus lanzas apuntaban a sus corazones y con un grito cabalgaron para batirse en justa.
     ─Amelia, ¿dónde estás? ─chilló una mujer.
Ella se dio la vuelta hacia la casa.
     ─Aquí mamá ─pero cuando volvió su mirada de nuevo hacia allí, los jinetes habían desaparecido.
     ─Ven enseguida y ayúdame.
Amelia se levantó refunfuñando y desilusionada abrió la puerta y vio a una señora de cuarenta años, morena y con un vestido azul en la cocina.
     ─Mamá, estaba viendo una pelea.
Un escalofrío recorrió la espalda de ésta.
     ─No digas eso, si alguien te oye te quemarán por bruja­.
Ella agachó los ojos medio llorando.
     ─Pero si estaban enfrente de la casa…
La madre se acercó a ella y la abrazó.
     ─Amelia sé que tú puedes verlos, pero los demás no. La gente de estas tierras son muy supersticiosas, si te escuchan creerán que el diablo te ha poseído Ya nos miran mal porque soy una mujer soltera con una hija.
La niña se restregó las lágrimas con la mano y  poniéndose de puntillas la besó en la mejilla. Ésta, más calmada la dijo con cariño.
     ─Vamos, veté al pueblo y compra  un poco de pan para comer hoy ─y dándole unas monedas que sacó de una bolsa que llevaba atada a su cinturón  le dio unos golpecitos en el hombro.
     ─No son para dulces ─le advirtió mientras salía por la puerta corriendo. 
A Amelia le encantaba ir a la panadería del señor Flantor ya que siempre le daba un caramelo y, aunque ya tenía quince años, en el fondo no quería dejar de ser una niña. No conocía a su padre. Éste las abandonó al poco de nacer ella y Esther la había cuidado sola. Era una gran costurera que arreglaba vestidos y durante años viajaron de pueblo en pueblo, en este último llevaban ya tres años. Ella suponía que ser adulto era reconocer que su padre nunca volvería, así que cuando entró en la tienda llevaba una gran sonrisa en la boca. Todo el lugar olía a pan recién hecho y aspiró con avidez.
     ─Hola Amelia, ¿Qué puedo hacer por ti? ─ preguntó el dependiente.
     ─Hola Señor Flantor,  venía a por pan ─y sacando las monedas que le había dado su madre las dejó encima del mostrador. El hombre se tocó el bigote negro y pensativo dijo:
     ─Con esto, te puedo dar dos onzas.
Con voz zalamera y poniendo cara de niña buena replicó.
     ─Mi mamá siempre dice que su pan es el mejor que ha comido jamás y yo pienso igual, pero si sólo me da dos onzas, mi madre pensará que me he gastado la diferencia en dulces y me castigará.
 El panadero asintió divertido.
     ─Vale, tres y lárgate.
Ella cogió el paquete que le daba el señor Flantor, pero no se movió.
     ─ ¿Y ahora qué pasa? ─la recriminó.
Aunque no tuvo que preguntar más, pues la niña miraba con avidez el tarro de caramelos. Éste suspirando cogió dos y se los entregó.
     ─Gracias ─y salió del comercio muy contenta.
Mientras intentaba esquivar los carromatos que se cruzaban  delante de ella por la calle mayor, algo llamó su atención. Al otro lado de la acera paseaba la Señora Wister de la mano de su hijo Less, de diez años. Éste tenía la cara blanca y sus andares cansados hacían retrasar a su madre que tiraba de él. Pero lo que no veía la señora, era  un espíritu mal vestido con los pantalones roídos y las orejas puntiagudas que estaba sobre los hombros del pequeño niño. Amelia ahogó un grito cuando lo descubrió. Aquel espectro se percató de que estaba siendo observado y con su boca llena de dientes le hizo una mueca de desprecio, agarrándose más a su presa.
Ella les siguió por la otra acera intentando pasar inadvertida. Al final  la señora  Wister se detuvo en la ferretería.
     ─Less. quédate aquí fuera ─le ordenó.
El niño, obediente, no se movía, pero Amelia le cogió del brazo y se lo llevó corriendo a un callejón.
     ─Hola Amelia. ¿Qué haces?  ─preguntó el niño un poco asustado.
     ─Estate quieto Lees, sólo que cuando yo te diga, ve hacia  tu mamá todo lo rápido que puedas.
Ella se concentró. Ya había conseguido tocar algún espíritu, pero no sabía si iba a ser capaz de sujetarle mientras él escapaba. Sus brazos agarraron la cabeza del espectro y tiró con todas sus fuerzas. El niño se echó hacia atrás. Él no entendía nada, sólo sentía que  algo le estaba sujetando el cuello.
     ─ ¡Amelia déjame! ─lloraba.
     ─Un poco más, ya casi está.... ¡Ahora corre!
Less salió despedido hacia delante y en el suelo vio a la chica luchar con algo en el aire.  No lo pensó más y huyó fuera del callejón. Amelia forcejeaba con el espíritu que intentaba morderla  con todas sus fuerzas. Lo empujó al suelo, pero antes de que cayera,  éste la arañó en el brazo con sus uñas. Gruñéndole a la cara desapareció. Amelia se sentó apoyada en la pared y se dio cuenta que tenía el vestido rajado. A los dos minutos llegó la Señora Wister jadeando, corriendo, nerviosa.
     ─ ¿Qué ha pasado aquí Amelia? ─preguntó asustada al ver a la chica en aquellas condiciones.
     ─Lees ha venido corriendo y llorando, diciendo estupideces.
 Amelia se calmó y respondió.
     ─Ha sido un gato, un gran gato negro que nos ha atacado a los dos.
 La señora vio el arañazo y suspiró aliviada
     ─ ¿Estás bien?
     ─Sí, pero el pan ha quedado destrozado. Mi mamá  me va matar.
La señora Wilster  la levantó y le dio unos pequeños azotes para quitarla el polvo.
     ─Anda, ve a casa y que Esther te vea esa herida.           
Cuando la mamá de Amelia vio a su hija con el vestido  roto y sangrando por el brazo, se llevó un susto de muerte.
     ─Cariño, ¿qué te ha pasado?
La chica se había inventado por el camino un millón de excusas posibles, pero no podía mentir. Así que con los ojos llorosos le contó la verdad.
     ─ ¿Te vio alguien? ─fue la primera reacción de ella.
     ─No mama, sólo  Less, pero tiene 10 años y  la señora Wister no le creyó. Me parece que la mentira del gato funcionó.
Ella, ya más aliviada se levantó y fue a por gasas y agua limpia para lavarle la herida a su hija. Cuando terminó sirvió la comida.
     ─ ¿Y el Pan?
Amelia sacó el paquete que había dejado en la esquina de la habitación cuando entró en la casa y se lo dio. Todo estaba hecho migas.
       ─Magnífico, me lo tenía que haber imaginado.
Miró a su hija y cogiendo una cuchara dijo:
       ─Come rápido que esta tarde tengo mucho trabajo y tendré también que arreglarte el vestido.
Amelia no apartó ni un sólo instante los ojos de su plato en toda la comida. No quería dar más motivos  para que la regañaran.
La tarde transcurrió sin incidentes, las dos trabajaron cosiendo. Aunque Amelia  no se llevó ninguna reprimenda, su madre apenas la dirigió la palabra. Cuando terminó la cena la mandó a la cama y ella sin rechistar la dio un beso y se fue a su cuarto.
Amelia se despertó a media noche, alguien llamaba, oyó a su madre levantarse y abrir la puerta.
     ─ ¿Qué haces tú aquí? ─preguntó  indignada.
     ─Hola Esther, me alegra verte.
     ─Yo no me alegro Paul, si es qué ese es tu verdadero nombre. Te repito. ¿Qué haces aquí?
El hombre de la puerta aguardó unos segundos y respondió.
     ─He venido a verla.
La mujer intentó cerrar la puerta, pero el pie de él no la dejaba.
     ─No es tu hija. Dejó de serlo cuando nos abandonaste.
     ─Tuve que hacerlo, es la ley, si no os hubiera puesto en peligro.
     ─Pamplinas ─replicó ella.
Amelia escuchando desde la cama, se levantó de un salto cuando oyó la discusión. Mi padre está en casa, que hago, pensó. Abrió la puerta de su cuarto: enfrente de su madre encontró a un hombre de unos cuarenta años que vestía un traje negro a rayas, con un sombrero. Esther negó con la cabeza al ver a su hija y abrió la puerta para que el hombre pasara. Un silencio invadió la habitación. Amelia no sabía si tirarle algo o echarse a sus brazos. La calma volvió cuando Esther le pidió a Paul y a su hija que se sentaran.
     ─Hagamos una infusión ─y se dirigió a la cocina.
Los dos estaban ahora solos, cara a cara.
     ─Veo que has crecido Amelia. Eres muy guapa.
 Recelosa preguntó.
     ─ ¿Por qué nos abandonaste?
Paul cambió de posición y carraspeando respondió.
     ─No es tan sencillo, a eso he venido. Tengo que explicarte muchas cosas, esperemos a Esther.
Ella volvió con tres vasos llenos de un líquido verdoso. Los puso encima de la mesa, pero nadie los cogió.
     ─Adelante Paul… cuéntanos esa maravillosa historia ─dijo  sarcástica.
Él no se inmutó, cogió aire y empezó a hablar.
     ─Dime Amelia, ¿tú eres capaz de ver fantasmas? 
     ─Sí ─confirmó ella.
     ─Eso es porque eres mi hija, como soy tu padre tú has heredado muchas cualidades de los de mi especie ─la cara de ambas denotaban escepticismo─.Paul continuó:
     ─Yo no podía quedarme porque un ser como yo y un humano no pueden estar juntos, está totalmente prohibido. Tú eres única Amelia.
Esther ya iba a interrumpir tanta estupidez, cuando él con un gesto la hizo callar.
     ─Yo soy un portador de almas, un shinigami o recolector de espíritus. Mi trabajo es guiar a los que se han quedado atrás hacia el más allá.
Esther ya no pudo más.
     ─ ¡Tú eres idiota, a que viene esto! No te veo en quince años y entras en esta casa hablando de espíritus y no sé qué más. Quiero que te vayas y no vuelvas.
Amelia estaba llorando. Paul se acercó a ella y le rozó la mejilla con el dedo. Su cuerpo se agrandaba. Esther cogió a su hija del brazo y la protegió con su cuerpo. Tenían delante a un ser terrorífico. Era gris, y unas alas salían de su espalda.
     ─No tengáis miedo. Soy yo ─intentó tranquilizarlas. Al instante volvió a su forma anterior─. Lo siento Esther, tenía que habértelo dicho antes. ¿Ahora entiendes?
La mujer no salía de su asombro, no soltaba a su hija que estaba agarrada en sus brazos. Amelia besó a su madre, y después, temblando se acercó a su padre, al que dio un abrazo.
Madre e hija se miraban sin poder creerlo pero sus mentes, ahora más abiertas, observaban a Paul de otra manera, aunque Esther se preguntaba cómo había podido hacer el amor con esa cosa. Un sentimiento asqueroso subió por su garganta.
     ─ ¿Por qué ahora vienes si está prohibido que estemos juntos? ─dijo Amelia.
     ─Tengo una misión que cumplir y tú debes de aprender a manejar los dones que tienes. El Señor de los Shinigamis que es mi amo, así lo ha decretado. Tú y otra persona seréis mis discípulos.
Esther saltó de su asiento.
     ─ ¡No pensarás llevarte a mi hija!
     ─No, ya te hecho demasiado daño y creo que separarte de ella no sería justo.  El aprendizaje será aquí. No tengo más remedio. En unos días regresaré y comenzará.
Esther iba a protestar, aunque se lo pensó mejor. Aquel monstruo podía robarle a su hija en cualquier momento. Podían escapar por la noche.
Paul se levantó y se dirigió a la puerta.
     ─Ah, se me olvidaba; Esther, es ridículo que intentes huir con la niña, en todo momento noto su presencia esté donde esté.  
En un instante desapareció en la noche.
     ─Mamá, ¿qué vamos a hacer?
     ─Esperarle aquí, no creo que ese monstruo mienta pero tampoco creo que te vaya  a hacer daño.




EL DRAGÓN ROJO

Jantaro se despertó tumbado cerca de un arroyo. Estaba totalmente desorientado, aunque oyó con claridad las aguas que estaban a su lado. Mareado se sumergió en ellas para intentar espabilarse. Diez minutos después ya había analizado su situación. ¿Dónde estoy? ¿Qué realidad o dimensión puede ser ésta?
Estaba asustado, su maestro ya no estaba con él. El bastón. Buscó alrededor suyo hasta que lo vio en el suelo donde él había aparecido. Un suspiro salió de sus labios. Lo recogió, era blanco y con muescas alrededor del puño. No parecía de madera pero tampoco era de metal. Lo cierto, es que aunque lo había visto un millón de veces  nunca se había percatado de lo bonito que era. Se infundió ánimo a sí mismo. Una carretera de tierra surgía al otro lado de la llanura y  se puso en camino. Dos horas llevaba andando y ni una sola persona se había cruzado con él. Quizás sea un mundo sin humanos o sólo de mujeres que buscan desesperadas un hombro masculino. Hay para todas chicas, una a una o de dos en dos. Estaba imaginándose en una habitación llena de bellas muchachas sin percatarse de que alguien le estaba hablando.
     ─Ja ja sailor des esfalewn dond.
El chico se dio la vuelta y vio a un hombre de mediana edad ataviado con un traje negro que iba sentado en un carromato tirado por un viejo caballo. Se reía y le señalaba. Bueno, adiós a la idea del harén. Cerró los ojos y concentró su Ki en su mente, escuchó con atención y empezó a entender las palabras.
     ─ ¿Qué te ha pasado muchacho? ¿Qué llevas puesto?  Rojo y azul pareces un gnomo, sólo te falta el sombrero.
Su risa era un poco molesta, no obstante respondió.
     ─Vengo de una lejana tierra. ¿Dónde estamos ahora?
El hombre comprendió perfectamente sus palabras.
     ─Pues donde vamos a estar, en Lanquinter, y por allí a veinte millas está el pueblo de Saster.
Jantaro reflexionó unos segundos y decidió que debía conseguir más información si quería adquirir los distintos Ki que había.
     ─ ¿Puede llevarme?
El hombre le miró de arriba a abajo. No le parecía un chico normal, pero le había caído en gracia.
     ─Venga, sube aquí a mi lado ─le animó con un gesto de manos.
Llevaban unos diez minutos cuando el hombre se presentó.
     ─Me llamo  Albert Espelce y soy chatarrero y ella es la vieja Murlay ─dijo señalando al animal, ofreciendo su mano.
     ─Yo soy Jantaro, encantado ─y se la estrechó.
     ─Es un nombre raro, y llevas extrañas ropas, aunque hablas muy bien mi idioma y no tienes acento.
 El muchacho calló sin saber que responder. El hombre se encogió de hombros.
     ─Bueno, todos tenemos nuestros secretos. Aunque si yo fuera tú antes de que lleguemos al pueblo me cambiaria. Detrás tengo un traje viejo para ti.
     ─ ¿Por qué debo cambiarme de ropa?­ ─preguntó.
     ─Si la gente te ve con esas pintas comenzaran a hacerte preguntas, y no tengas ninguna duda de que son muy recelosos. Se habla de pueblos devastados por enfermedades extrañas y  monstruos alados que vienen precedidos por una música extraña. Están deseando echarle la culpa alguien. Tu nombre también debe cambiar. ¿Qué tal si por el momento te llamas Less?, es un nombre muy común ­─concluyó con certeza.
     ─Sí, está bien. Gracias ─dijo aturdido.
A dos kilómetros paró y se bajó.
     ─Vamos Less, tienes que cambiarte.
Abrió la parte de atrás del carro. Estaba repleto de cacerolas, sartenes, tubos de metal e incluso una alambrada. De una bolsa sacó un traje negro.
     ─Venga pruébatelo.
Se desnudó obediente y se vistió con él.
     ─Te queda un poco grande, pero servirá, ¿puedo? ­─señaló a la antigua  ropa del muchacho y con cuidado  la tomó en sus manos─. Nunca había visto una tela igual.
     ─Quédatelo, a mí creo que ya no me servirá.
El hombre simplemente le miró y lo guardó dentro del carromato.
Al final del camino se veía un pueblo con casas de ladrillo rojo y tejados puntiagudos de teja negra.
     ─Hola Albert.
Le saludó un hombre que llevaba puesto también  un traje negro y que andaba en dirección contraria.
     ─Hola Desler.
     ─ ¿Aquí todo el mundo va vestido igual? ─preguntó con ironía.
     ─Oh sí, la vestimenta depende de la edad de los hombres. Cuando eres un niño vestirás el color verde, en tu madurez  el traje de respeto será tu señal, y cuando seas anciano el rojo de la sabiduría con orgullo portarás. Es un dicho de  nuestra tierra ─dijo hinchando el pecho.
     ─ ¿Y las mujeres?
Ellas pueden ponerse lo que quieran, pero normalmente llevan vestidos.
Albert miró al frente.
     ─ ¡Bienvenido a  Landcon! ─dijo de sopetón.
Las calles estaban asfaltadas con piedras y había gente andando por las aceras. Albert empezó a gritar.
     ─ ¡Metales, vendo metales! ¡ARTÍCULOS DE COCINA, CLAVOS Y HERRAMIENTAS!
Jantaro se tapó los oídos mientras llegaron a una plaza, Albert seguía voceando a la vez que abría la puerta del carromato. Algunas personas se acercaban con curiosidad y hasta  pagaban  algo de dinero. Pero la mayoría llevaba cosas para cambiar. Oyeron a un señor decir:
     ─ ¿Qué es esto? ─ señalando sus antiguas ropas.
     ─Esto, mi querido amigo son unas telas exóticas traídas de más allá del océano. Son 20 monedas de plata.
     ─ ¿Tú estás loco? ¿Por un disfraz? ─dijo indignado el hombre.
     ─Pero señor, cójalas usted. No ha visto usted nada igual.
 La gente empezó a tocar las prendas.
     ─Te doy diez monedas de plata ─dijo uno.
     ─Pues yo quince ─saltó otro.
 El primer señor miró indignado y sacó una bolsa.
     ─Toma las veinte. Esa fue tu oferta.
Y se retiró con la ropa en la mano. Albert le guiño el ojo y siguió vendiendo sus mercancías. Cuando terminó y no hubo ya nadie en la plaza le acercó diez monedas al joven.
     ─Toma, tu parte­ ─Jantaro las cogió y le sonrió.
     ─Vamos a tomar algo. Yo invito, hoy ha sido un buen día ─y montaron en el carro.
     ─Vamos vieja  Murlay, hay que buscarte un sitio para dormir ─dijo Albert mientras agitaba las riendas.
La posada no era muy diferente a las que había visto en su mundo. Una chimenea a un lado calentaba una sala llena de mesas de madera. En una esquina, una pequeña barra servía a los pocos clientes que había. Jantaro oyó a Albert.
     ─Y que no se te olvide darle heno al caballo.
Entró por la puerta y se dirigió a la barra.
     ─Hombre Albert, cuanto tiempo, creíamos que estabas muerto ─dijo el dueño.
    ─Pues no, fíjate. Creía que la palmaba la última vez que estuve aquí. Claro, ahora recuerdo,  probé tu guiso de carne…
 El posadero le miró con cara de mal genio y se percató de la presencia del chico.
     ─ ¿Y éste? ¿Quién es?
     ─Es un primo de mi difunta mujer. Se llama Less y le estoy enseñando el oficio.
El otro miró con desconfianza y volvió la cara otra vez hacia Albert.
     ─Entonces, ¿una habitación?
     ─Sí, pero que sea doble ─y tiró unas llaves a las manos del posadero.
     ─Segundo piso, puerta cuarta─. Éste con destreza  las cogió en el aire.
     ─Vamos Less, sígueme.
El dormitorio consistía en un pequeño cuarto con una ventana y dos camas, tan juntas que parecían una sola.
     ─El baño está en el pasillo, última puerta.
     ─Tú acomódate, yo voy a tomar algo abajo.
     ─ ¿Por qué le ha dicho que era familiar tuyo y qué era tu aprendiz? Albert no se dio la vuelta.
     ─No sé, me traes suerte.
Jantaro se tumbó en la cama y desconectó el Ki que fluía hacia su cabeza para descansar. A los pocos minutos se quedó totalmente dormido.
Serían las dos de la mañana cuando unos gritos le despertaron. Volvió a redirigir su energía espiritual y escuchó las voces de Albert y una mujer que se dirigían a su habitación.
     ─ ¡Shh! El chico está durmiendo ─se oyó a Albert.
     ─Que se despierte así seremos tres.
     ─Eso ni en broma, el único que cabalgará esta noche seré yo.
Entraron en la habitación uno apoyado en el otro. Olían tanto a alcohol que Jantaro tuvo que taparse la nariz. La mujer era inmensamente gorda y se tumbó en la cama sin miramientos.
Él cogió el bastón e intentó no tocarla pasando por su lado, pero cayó al suelo cuando Albert se arrojó encima de ella. Caminó de puntillas y salió del cuarto respirando profundamente. Iré a dar un paseo, pensó.
Los gritos de los amantes se oían por toda la escalera. No van a dejar dormir a nadie. La taberna estaba oscura y desierta. La puerta de la calle estaba abierta  así que decidió salir fuera. Un carro con paja le tapaba el camino y lo rodeó. Sus pensamientos estaban con su maestro.
A menudo mundo he  ido a caer, ¿verdad Maestro? ¿Cómo voy a aprender algo aquí?, ¿debería buscar otra dimensión? Sí, será lo más acertado. Sujetó con fuerza el bastón y concentró todo su Ki igual que había hecho antes y a su alrededor se formó un aire verdusco. Pero él no se movió. ¿Qué pasa? Si lo he hecho bien. Acercó el bastón a sus ojos y recordó las palabras que una vez su maestro le enseñó. “Todo pasa por una razón, las casualidades son tristemente confundidas con el destino”. Si estoy en esta situación  es  por algo que todavía no entiendo, y que el bastón del maestro no me haya transportado es la mejor prueba. Sólo me queda esperar. Se dirigió al carro de paja y se acostó en él. Cerró los ojos y durmió más tranquilo que nunca.
     ─Vamos, arriba perezoso, es hora de partir.
Albert estaba en frente suyo.
     ─ ¿Qué tal  anoche?
El chatarrero sonrió de oreja a oreja.
     ─Bueno, pude domarla. La vieja  Murlay nos espera, desayunaremos en el carromato camino del siguiente pueblo. Y le mostró un paquete que chorreaba grasa.
En el carro desenvolvió  el papel y sacó dos trozos de pan rellenos de carne.
     ─Toma, que ayer no cenaste.
Jantaro lo cogió  con extrañeza y preguntó.
     ─ ¿Lleva algún tipo de carne?
Albert sorprendido respondió.
     ─Lleva cerdo, creo.
     ─Esto de fuera es cereal, ¿verdad?
     ─Sí, es pan.
El muchacho sacó la carne y se la devolvió al hombre.
    ─No me alimento de otros seres.  Lo hice una vez y estuve vomitando varios días­ ─y con alegría le dio un mordisco a la hogaza. Albert no objetó nada  e introdujo la carne en su propio bocadillo.
Era ya mediodía cuando la vieja Murray empezó a relinchar.
     ─ ¿Qué pasa Albert? ¿Qué le ocurre al caballo?
 El hombre miró hacia todos los lados.
     ─No te muevas, alguien viene.
 De detrás de unos árboles cinco hombres surgieron  y se colocaron en el camino enfrente de ellos. Albert fue a sacar su cuchillo cuando una flecha rozó la cabeza de éste y se clavó en la madera del carromato.
     ─ Yo que tú, me estaría quieto,  mi amigo aquí presente puede que la siguiente vez no falle ─dijo un hombre divertido.
A su lado otro sujetaba un arco apuntándoles, estirando los brazos hacia atrás en señal de relajación. Albert dijo:
     ─No tenemos dinero, somos simples chatarreros, si queréis podéis llevaros una bonita sartén para cocinar.
     ─Que divertido es el abuelo. ¡Déjate de estupideces! Sabemos que ganasteis ayer veinte monedas de plata en Landcon, ¡y no lo intentes negar!, uno de nuestros espías lo vio.
     ─Si yo no lo voy negar, pero perdí mucho anoche y el resto se lo llevó una mujer. Vos me entendéis; ¿verdad?
El hombre que parecía el jefe se puso rojo de rabia.
     ─Por vuestro bien espero que mintáis.
Jantaro observaba la situación, pero se cansó de tanta palabrería.
     ─Bueno sucias ratas, si queréis robarnos tendréis primero que enfrentaros a mí.
Saltando del carruaje Albert intentó cogerle del brazo.
     ─ ¡Ven aquí idiota!, ¿no ves que son cinco?
Pero él ya estaba en el suelo lejos del carruaje apuntándoles con su bastón. Una flecha iba directa hacia él, pero con un movimiento rápido de su mano la cogió en el aire y la rompió por la mitad.
      ─Este imbécil quiere morir. ¡Todos a él! ─chilló el jefe.
Los cuatro se acercaron corriendo.  Concentró su energía y golpeó el suelo con su vara. Una nube de polvo cegó a todos sus adversarios que se pararon en seco. El muchacho dio un salto mortal y mientras sus oponentes intentaban ver algo el chico los golpeó con tranquilidad. El jefe que estaba más apartado, sacó un cuchillo y se dirigió a él.
     ─ ¡Cuidado, detrás de ti! ─ gritó Albert.
Un movimiento hacia la derecha hizo que éste golpeará su mano y agachándose, realizó una zancadilla tirándole al suelo. Le remató con una patada frontal. Los cinco asaltantes estaban tumbados en el suelo. Albert  se bajó del carro y comenzó a darles en las costillas  para que se levantarán.
     ─ ¡Vamos escoria, arriba!
Todos salieron corriendo hacia la espesura del bosque gimiendo de dolor.
     ─Nunca he visto pelear así. ¿Eres humano? ─Jantaro se ruborizó─. Esas patadas y como manejas el bastón. Sin duda me traes suerte y como guardaespaldas no tienes precio ─ se dirigió riéndose hacia el carromato. Él lo siguió, y volvieron a emprender el camino.
Albert  emocionado durante todo el trayecto no paraba de elogiarle e intentaba imitar los movimientos del otro.
Acamparon lejos del camino, por si los bandidos regresaban. El muchacho coció algunas plantas que había encontrado mientras el otro comía un animal que había sido salado con anterioridad.
     ─Eso debe estar horrible ─dijo Albert mientras señalaba la cacerola con agua hirviendo─. Si no te alimentas bien… ─Albert no pudo acabar la frase, el chico se había levantado y había cogido su bastón ─ ¿los salteadores de antes?
     ─No, esta sensación de Ki ya la he tenido antes.
     ─ ¿De qué?
Una llamarada azul surgió en la oscuridad y fue directamente hacia ellos. Jantaro empujó a su amigo para apartarle del haz de luz que explotó a varios metros de donde se encontraban, pero Albert se tropezó y cayó encima de una piedra, perdiendo el conocimiento.
     ─ ¡Albert despierta! ─le zarandeó.
Vienen a por mí, son los monstruos que me atacaron en mi mundo. Si me separó de Albert me seguirán, pensó en un segundo. Corrió en dirección contraria a la de su amigo mientras esquivaba más de aquellos extraños rayos. Una figura espeluznante se interpuso  en su camino. Giró su cuello de lado a lado y le sonrió con una boca llena de colmillos. De su espalda sacó una guadaña que sujetó con las dos manos y atacó de arriba  abajo. Jantaro lo paró con su bastón y al hacerlo formaron una cruz. Sacó fuerza para liberarse, pues una de las puntas de la guadaña estaba muy cerca de su cara y tuvo que empujar hacia arriba con todo su ímpetu para librarse de la presión del arma contraria. El ser se separó de él unos centímetros.
El muchacho movió su cuerpo a la derecha y con el bastón golpeó detrás de él dándole a otro demonio que se acercaba para atacarle.
     ─Te he sentido. Y aunque no te notase hueles a animal quemado que tira para atrás. ¡Basura! ¿Qué queréis de mí?
El demonio se levantó y el otro ya estaba atacándole de derecha a izquierda. De momento resistía esquivando con rápidos movimientos, pero cuando el otro se le unió, empezaron a ganar terreno. No deben rodearme. Vigilaba sus flancos para que no le pusieran en medio. Consiguió conectar algún golpe a sus enemigos pero estos no parecían sentir el dolor y continuaban implacables. En cambio, él ya había sido cortado en varias ocasiones. El brazo le ardía y cojeaba de una pierna. Ya estaba de rodillas sin aliento y esperando para ser asesinado cuando una canción surgió del bosque. Era instrumental y muy pegadiza. Los demonios se pararon en seco y  en medio de la lucha surgió la forma de un dragón. Era etéreo, de color rojo, como si hubiera sido dibujado en un  lienzo muy viejo. De su boca salieron llamaradas negras que lanzó contra  los demonios. Éstos comenzaron a emitir extraños ruidos cuando aquel extraño fuego les tocó la piel. Huyeron corriendo y desaparecieron en la noche. Jantaro observó aquel ser mitológico sin atreverse a moverse. De repente sintió algo a su espalda, una presencia. Se dio la vuelta para defenderse, pero un cuchillo fue insertado en su corazón. Antes de cerrar los ojos por el dolor y perder el conocimiento pudo ver la figura de un ser con alas.

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